domingo, 6 de noviembre de 2011

Lyrĭcus II

Vuelvo a abrir los ojos, unos ojos llenos de pena y lágrimas. Y ahí seguía yo, observando esa vieja foto del primer viaje que hicimos juntos: Cádiz, mi querida Gades. Qué miedo le tenía yo a la altura de ese mirador y cómo sonríes, cómo sonríes...
Lo reconozco: tenías razón cuando decías que ese iba a ser el viaje de nuestra vida, siguiera posteriormente en conjunto o no. Ese era el viaje que unía una gota de agua con el aceite: la pureza de tu ser y mi maldita manía por recaer siempre sobre tus palabras y lograr la victoriosa sensación de tener siempre la última.
De lejos, oigo el ruido de la cuchara y cómo arrastras los pies con esas viejas zapatillas de andar por casa. Te vuelves a sentar en la cama y dejas la taza encima de la mesilla de noche. Noto cómo te estiras y cómo mi respiración se acelera cada vez más. Me agarras del muslo, me das la vuelta y ahí estamos tú y yo, frente a frente.
Yo, parpadeando, lucho contra tu mirada e intento imponer una caída de ojos pero tu sonrisa arrancada del vacío ha ganado, como siempre.
- Dime quién eres, háblame de ti. No vale tu día a día y tus quejas constantes por todo y hacia todo. ¿Qué se mueve dentro de ti? Ábrete. Ábrete porque necesito saber qué albergas tras ese caparazón de mujer fría e insensible.
- Me dan miedo tus versos, tus manos sabias y mi constante miedo a que seas tú quien deba enseñarme a nadar cuando yo empiece a llorar y no pueda parar nunca más. En definitiva, necesitarte, quizás, demasiado. Así pues, amor, te otorgo la medalla, Campeón.
Sin pensarlo ni un segundo más, me reincorporo y me enrollo en esas sábanas blancas que ya huelen al último terceto de nuestro soneto.
Se acabó.

Así que abandonándote en tus ramos
o dejándote al borde del camino
aplicarte el rigor es lo mejor.
Mario Benedetti

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