El
día que cumplí los dieciocho febreros supe
que las ventanas de la habitación de mi adolescencia iban a abrirse de par en
par e iban a dejar pasar aire fresco hasta por fin desempañarlas para siempre.
Las
ventanas empañadas me habían impedido ver todo lo que había detrás de ellas,
una etapa por descubrir llena de experiencias y sensaciones nuevas. Dejé atrás
mi miedo y mi incertidumbre, pasé mi mano por el cristal húmedo y frío sin
importarme mojarme la palma de la mano y comencé a disfrutar de de todo lo que
me podía ofrecer el mundo. Los domingos siempre me habían parecido los días más
agridulces de la semana porque tienen sabor a lunes con un toque de rutina,
pero aquél domingo de abril sabía a libertad y a té de Navidad.
Abrí
el ventanal más grande de mi habitación para poder disfrutar de tal olor y,
sorprendentemente, pude ver una moto, a Luís y dos cascos. Vestía una maldita
sonrisa que se agarraba al manillar de la motocicleta y ésta me incitaba a subirme
a uno de de mis miedos más grandes. Sentía cómo mi corazón se aceleraba ante la
situación y tomé aire. Observaba la realidad que se había plantado ante mí y
pensé que esa era una buena oportunidad para experimentar y sentir algo
diferente. Me dispuse a ponerme el casco y a subirme en la moto sin pensar en
nada más.
Sin poderlo evitar, me
vino a la cabeza la primera vez que subí a la noria en el parque de atracciones
del Tibidabo: era en pleno verano y yo llevaba un vestido naranja con un pez
amarillo y una gran sonrisa. Quince años después volvía a sentir lo mismo,
volvía a vestirme, pero esta vez llevaba un vestido de libertad y estaba igual
de emocionada. El aire tocaba mi cara y mis dedos ya no
sentían la tela de la chaqueta de Luís porque hacía aún frío. Cerré los ojos,
suspiré tanto que empañé el visor del casco: volvía a tener una ventana
empañada en mi vida pero estaba segura, sabía del cierto, que esta vez eso era
el resultado del fin de una incertidumbre que ahora se había convertido una
experiencia grata. Abrí de golpe el visor desempañándolo, dejé mis manos
apoyadas en mis piernas y proseguí a seguir disfrutando de la libertad en
estado puro.
Y por ello te doy las
gracias, por desempañar ventanas de mi vida y hacer que sepa a menudo a te de
Navidad en plena primavera.