martes, 13 de marzo de 2012

Braquiosaurios del Raval

Supongo que es cierto eso que dicen que el exterior, aquello que se ve, no siempre es la esencia de las cosas. Si las calles de mi barrio hablaran, contarían historias de un barrio obrero donde el amor, pese a todos los inconvenientes, ha tenido su lugar. Lo que más me gusta hacer en él, es levantar la vista y ver en el cielo colgadas las sábanas, los calzones y los uniformes reflectantes de algún que otro trabajador. Las cuerdas de los tendederos del Raval es algo que siempre ha apasionado: los bailes que se traen siempre están relacionados con mi estado de ánimo, un estado que varía según cómo me haya tratado la vida ese día.

Mi día comenzó cuando me dispuse a abrir la puerta grafiteada y, entre periódicos y papeles publicitarios, me abrí paso. El rellano, para variar, estaba sin luz y tuve que llegar al tercer piso a tientas. Una vez dentro del piso, pude notar esa mezcla de humedad y viejo, ese hedor que, cuando salía, no podía desprenderme de él. Dejé las llaves puestas por dentro y llegué al comedor esperando que alguien me recibiera sentado en el sillón con la mirada fija en el cuadro al más estilo realista donde los dos cazadores, el caballo y el perro eran los protagonistas.

La presencia de alguien allí era evidente y no sólo lo decía porque Sra. Novell arrastrara muebles en el piso de arriba, si no porque era capaz de escuchar una lenta y angustiosa respiración al final del pasillo. Me apresuré para localizarla y, detrás de la puerta y al final del pasillo, lo encontré: allí estaba clavado en la mecedora. Mis palabras se volvieron balbuceos cuando, de pronto, comenzó a leerme lo que tenía encima de las piernas “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.”. Lo volvió a leer una y otra vez, se reía y cuando se disponía a volverlo a hacer sus carcajadas lo impedían.

La imagen se me clavó en lo más hondo de mi ser: su sonrisa formada por dientes amarillentos y afilados me producía una sensación inexplicable que era simbiótica a esa manía que tenía de reseguir con las uñas los nudos de la madera de la mecedora.

Suspiró como nunca lo había hecho y apoyó su cabeza. Lo vi abarrotado y yo, en ese preciso instante, supe que el braquiosaurio cualquier día no volvería a despertar más.

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