Éste es el texto que he presentado para el concurso literario que se hace anualmente en el instituto.
Corría 1934, cuando mi familia decidió trasladarse a Barcelona. Mi padre era un periodista conocido por pocos ya que vivíamos en un pequeño pueblo de Extremadura, Zafra. Recuerdo que el viaje fue de más de un día, algo pesado pero poco ameno. Papá nos explicaba cuál sería su nuevo trabajo junto a Torcuato Luca de Tena, fundador del semanario y posteriormente del diario ABC; de la cantidad de amigos que íbamos a hacer en ese prestigioso colegio de la Barcelona alta y de la buena vida que podría llevar mamá. Nos explicó que en uno de sus grandes viajes a la gran capital conoció al que por esos momentos iba a cambiar nuestras vidas. Le gustó el trabajo que realizaba, el empeño, las horas que le dedicaba y apostó por él. Mi familia siempre fue de los más humilde y trabajadora. Mis abuelos siempre se dedicaron al campo, menos Manuel Alcázar. Él era la pareja de mi abuela, el padrastro de papá. Nunca pude conocerlo ya que murió al poco tiempo de nacer mi hermana mayor Isabel. Cuenta que era el mejor hombre que pudo pisar la tierra y el que descubrió el talento de mi padre.
Quedaban escasos minutos para llegar al a Estación de Francia cuando pude observar por primera vez la que iba ser la ciudad donde iba a madurar. Familias enteras despedían a sus hijos en el puerto que partían hacia alguna guerra internacional o en busca de un trabajo. Era la primera vez que veía el mar, incluso creo que fue mi primer amor. Desde aquel momento en que vi el sol reflejado en esas aguas saladas decidí que nunca me iba a separar del mar.
A medida que íbamos llegando a la estación, a mi padre le sudaban más las manos. Mamá sólo hacía más que repeinarnos con el viejo peine de plata que le regaló su abuela. Bajamos del tren entre maletas, bolsas y gente. Estoy segura que si me hubieran dado poderes para poder sentarme en una gran viga del techo hubiera observado como una gran colonia de hormigas especializadas en un momento un lugar y una tarea específica. Nos esperamos durante horas enfrente de las taquillas y allí llegó nuestra gran sorpresa: allí no venía nadie a recogernos.
Anduvimos durante tres días por Barcelona mientras papá buscaba explicaciones sobre el suceso, era increíble. Todo lo que habían planeado durante meses, un futuro, una nueva vida se había esfumado. Comíamos en un bar en La Barceloneta, donde conocimos a Andreu. Era un hombre mayor, castigado por el tiempo y que nos abrió las puertas hacia otro lugar. Su hermano trabajaba en la estación de tren de Montgat, donde quizás le podían dar un trabajo temporal a papá. Sin pensarlo dos veces, cogimos las maletas de la pensión cerca del barrio gótico donde nos habíamos instalado.
Al llegar a la estación, sentí una sensación agradable. Estaba situada enfrente de la playa. Era todo un sueño. Nos recibió un hombre igual que Andreu, luego supimos que era su hermano gemelo. Pronto a papá le dieron un trabajo: se encargaría de vigilar a la gente dentro del vagón. Mamá hizo migas con Euxenia, una mujer gallega que llevaba al cargo de un pequeño restaurante hacía 10 años y su marido también trabajaba como papá. La estación era como una gran mansión. En los ventanales abiertos donde caían plantas con flores coloridas signo de que el verano llegaba. Desde la habitación que compartía con Isabel podía oír a los trenes avisar de que no pararían y en ocasiones escuchaba a la gente gritar a sus familias que se cuidaran. Allí vivían familias enteras, niños corrían por los pasillos y allí estaba él. Estaba sentado en el alféizar de la ventana con un libro. Al verme observándolo, levantó la vista y me sonrió. Me hizo un hueco y charlamos durante un buen rato. Allí comenzó todo. Pasamos un verano de lo más bonito. Papá seguía investigando sobre el engaño y estoy segura de que, aunque fue un poco radical, fue lo mejor para todos. Isabel consiguió compaginar la escuea con un trabajo en una fábrica donde también trabajaba mamá. Yo iba sólo al colegio pero también duró poco. Por las tardes bajaba al restaurante a recoger y a hacer el trabajo que Euxenia no podía hacer. Al acabar iba a buscar a su hijo, el chico del alféizar: Ezequiel. Íbamos bien temprano, me recitaba citas de libros que había leído cuando bajábamos de camino a la playa, así me hice una gran lectora. La confianza fue agrandándose hasta el punto que llegó mi segundo amor. Ésa sensación era muchísimo mejor que ver la playa al levantarme y que el agua salada del mar tocara mi piel. Pasaron dos años más que volando. Papá consiguió saber qué había pasado con Torcuato y su engaño, ganándose un buen puesto en el periódico local. Mi hermana Isabel se casó con un muchacho del pueblo y yo sufrí el dolor más fuerte de mi vida. Estalló la Guerra Civil y jóvenes tuvieron que dejar sus hogares. Ezequiel tenía la edad ideal para luchar en el bando republicano y así fue. El tiempo seguía corriendo en contra y en menos de dos semanas marchó. Antes de hacerlo, me regaló una caja de madera. Habían fotografías nuestras y el libro de poemas de Federico García Lorca, que leía cuando le conocí. En las últimas páginas en blanco había escrito todas las citas que recitó durante 2 años incluyendo la que le repetía Torcuato Luca de Tena con una gran sonrisa en los labios el día antes de venir a Barcelona: “En la batalla piensa en mí.”
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