Me ha costado siete meses en darme cuenta de que no hay receta para lo
nuestro y que nos hemos dedicado a ir improvisando. Durante todo este tiempo hemos dicho no a los
sinónimos, al palabreo barato que define como somos, éramos o no sé.
A cómo actuamos juntos o por separados. Estás
o no estás.
La situación es como la del presidente del Gobierno que disuelve las
cortes y convoca elecciones. Aquí no sabe nadie quién manda: si el pasado o el
futuro.
Ahora tengo miedo
a morir quemada a lo bonzo al roce con cualquier otro cuerpo que no sea el suyo,
al roce de unas sábanas blancas y no estampadas de azul. Mi cuerpo, ahora mismo, es una bomba lapa que
está pegada a mi cuerpo y su recuerdo.
El servicio de habitaciones ha ido haciendo su trabajo: ha ido llevándose
esas sábanas repletas de sudores, ha ido avisándome mediante notas de color
amarillo que debería ir despegando del dormitorio esas fotos que me sonríen. El
servicio se ha dejado un cepillo de dientes verde que me mira
cuando abro el armario, pero no sé si decirle que volverá algún día o no.
En su lado de la cama ya hay
hojas secas que crepitan cuando me acuesto y me recuerdan, joder, que también nosotros tuvimos nuestra primavera.
Ahora ya se acaba el verano. Ahora ya quizás se acaba nuestro verano. Y yo ya tengo frío y necesito ver el mar.
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