Cuando aquél cuerpo decidió no envolverse nunca más entre mis sábanas,
me quedé a solas conmigo misma. Esa sensación de soledad momentánea recubrió
todos los rincones de mi cuerpo, hasta el punto de querer dedicarme el resto de
mis días a saborearla.
Hubo algo, después de cuatro meses, que me hizo cambiar de parecer.
Todo había cambiado demasiado para seguir en esa tónica. Decidí buscar un bar
donde alguien recordara mi forma de bailar mientras yo machacaba mi hígado. Un
lugar donde nadie tuviera la ocurrencia de preguntar por mi obcecación de hacer
paté del mismo, por licuar mi corazón hasta hacer zumo.
Por aquellos entonces, descubrí que un buen camarero nunca hace
preguntas incómodas. Simplemente se dedica a asentir, a repetir lo que dices. A
chupártela, si lo requieres. Te avisa de que aquél está en el bar, por aquello
de no coincidir.
Pero cuando quieres darte cuenta él ya se ha ido. Y ya no quedan más
bailes, si no una caña de cerveza a la mitad. Un amor flojo y sin espuma.
Queda, pues, que no puedes ver a un ex y verlo como un ex, porque siempre queda
un poso, un reducto. Una canción que te recuerda el olor de su corazón
acompasado. Un abrazo preciso antes de caer rendidos.
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